TRAFICO – 9. DURANGO

A Tomás no le interesó la hora, en cuanto entró a la ciudad se fue directamente a buscar a Leticia. No iba a perder más tiempo. Tenía la intención de identificarse como Policía Federal al llegar a la caseta de vigilancia del fraccionamiento, para entrar sin problemas y enfrentar a Leticia. No le importaba si estaba sola o acompañada en su casa; ella sabría la ubicación de su hermano El Perico, dónde estaría escondiéndose. Leticia se le adelantó. Cuando llegó, Tomás se percató de que Leticia salía en esos momentos del fraccionamiento, manejando una minivan. Tomás metió reversa, yendo en persecución de la camioneta.

Salieron de la ciudad. Ella manejó por media hora, seguida de cerca por Tomás, que tenía la pistola lista en el asiento del copiloto. Llegaron hasta Chupaderos, un pueblo del Viejo Oeste, que se usaba como set de filmación y atracción turística. Leticia lo atravesó de un lado al otro por la calle principal y continuó después por un camino de terracería, levantando una nube de polvo, hasta llegar a una cabaña. Leticia se bajó, cargando a su bebé en brazos. Tomás no perdió tiempo, aceleró el carro, acercándose a ella, quien se sorprendió al verse alumbrada por los faros y se quedó inmóvil en su lugar. Tomás pisó los frenos, deteniendo el auto a unos pocos centímetros de ella, agarró la pistola y bajó del carro. Leticia, al verlo armado, lanzó un grito y trató de correr de regreso a la camioneta. Tomás fue más rápido, logró sujetarla, abrazándola por la espalda, apuntándole con la pistola en la cabeza.

– ¿Dónde está? –preguntó Tomás, apretando la quijada, conteniéndose de soltarle un golpe.

– ¿Quién? –respondió ella asustada. El bebé empezó a llorar.

– No te hagas pendeja, tu hermano, El Perico –dijo, apretando el brazo alrededor del cuello de ella.

– Dentro de la casa –dijo apretando el cuello, soportando el dolor.

– ¿Está armado? –volteó a ver hacia la puerta de la cabaña.

– No sé.

– No estoy jugando –apretó un poco más.

– Lo juro, no lo sé –resistía, aunque ya le estaba costando respirar con naturalidad.

– ¿Está solo?

– No. Está con un amigo suyo. Supongo que tú fuiste quien le disparó.

– ¡Perico! –gritó Tomás–. Tengo a tu hermana. Sal con las manos en alto.

Un largo minuto pasó, sin que nada sucediera.

– ¡Perico! –volvió a gritar y disparó al aire, asustando tanto a Leticia como al bebé, que soltó un berrido más fuerte–. La próxima bala es para tu sobrino. Sal, pinche cobarde.

La puerta de la cabaña se abrió de par en par de golpe.

– Entra tú, si es que eres tan valiente, ¡puto! –gritaron desde el interior.

Tomás sabía que era una trampa, pero aun así entraría. Empezó a caminar hacia la puerta, sujetando con fuerza a Leticia. Entraron lentamente.

El Perico estaba sentado en una silla, a un costado de una pequeña mesa de madera. Del otro lado de la única habitación que conformaba la cabaña, postrado en un camastro, estaba el otro hombre, quien había pateado a Tomás en Chihuahua, durante la balacera en la que Tomás había intentado salvar a Maximino. El hombre estaba agonizante, le quedaban pocas horas de vida.

– ¿Qué quieres? -preguntó El Perico. Su pistola estaba sobre la mesa, a pocos centímetros de su mano.

– Respuestas.

– Suelta a mi hermana -ordenó, señalándola.

– Primero arroja la pistola hacia a mí -dijo, señalando la pistola.

El Perico tomó su pistola, Tomás se puso tenso y apretó el cuerpo de Leticia contra el suyo, ocultándose lo mejor posible.

– Carnal, hazle caso, por favor -dijo ella, soportando el dolor que la llave china de Tomás le provocaba. El bebé seguía llorando.

El Perico sacó el cargador de la pistola y la bala que quedaba en la recámara. Arrojó todo al piso en dirección de Tomás.

– Listo. Suelta a mi hermana –levantó las manos abiertas, dejando ver que no estaba armado.

Tomás aventó a Leticia, arrojándola hacia su hermano, bloqueando la vista de éste por unos segundos. Tomás tomó su pistola con ambas manos, apuntando hacia El Perico.

– Hijo de la chingada, eres un puto cobarde. Usar a una mujer y a su bebé como escudo humano, pinche puto -gritó Leticia al verse libre, sobándose el cuello con una mano, mientras que con la otra seguía cargando a su bebé, que se había cansado de llorar y estaba acurrucado en el hombro de su madre.

– Ya, calmada, carnala. Ven, siéntate -dijo El Perico, señalando la silla del otro lado de la mesa-. No creo que el don aquí presente tuviera pensado hacerte daño. ¿Verdad que no? -preguntó, dirigiéndose primero a Leticia y luego a Tomás.

– Sólo quiero respuestas y me iré tranquilamente. No me volverán a ver -dijo, sin bajar la guardia.

– Ah, por cierto, toma -de la bolsa de su pantalón, El Perico sacó la cartera de Tomás y se la arrojó. La cartera cayó a los pies de Tomás, no muy lejos de donde habían caído la pistola y el cargador. Tomás la observó sin bajar la pistola–. No tienes por qué preocuparte. Ahí está todo, incluyendo el dinero y tus identificaciones. ¡Ah! Y la foto de tu familia. No te preocupes, que no agarré nada. ’ora sí, ¿qué es lo que quieres preguntar?

– Estoy buscando a una niña, de nombre Fabiola –regresó la mirada al Perico.

– No la conozco -dijo casi de inmediato.

– Desapareció hace cinco años, en San Luis Potosí.

El Perico negó con la cabeza de nueva cuenta.

– Yo creo que me estás confundiendo con otra persona -dijo.

– No creo. La niña fue secuestrada por su padre, Roberto, un mecánico automotriz que te debía dinero de drogas que tú le vendías.

– Neta que no lo conozco. Rara vez he estado en San Luis.

– Pero tus hombres sí -empezó a molestarse-. La niña fue entregada a cambio de la deuda.

El Perico negó con la cabeza, estaba a punto de hablar, cuando fue interrumpido.

– ¡Tú la mataste! ¡Grabaste en video cómo la violabas y matabas! –Tomás gritaba con todas sus fuerzas.

– Aaaaaah, sí, esa niña -dijo, muy quitado de la pena, como si lo ocurrido hubiera sido algo que se hace cotidianamente y careciera totalmente de importancia-. Por ahí hubieras empezado, maestro. Sí, ya la recuerdo. ¿Te acuerdas de ella? -volteó a ver a Leticia.

– Simón, sí me acuerdo de la escuincla –respondió Leticia, todavía enojada.

– ¿Cuál es el problema? –preguntó El Perico.

– ¡La mataste! -volvió a gritar, por el coraje y la impotencia.

– Pos sí. Eso querían que hiciera cuando grabamos el video –se encogió de hombros, justificándose.

– ¿Quién? ¿Quién quería eso?

– Pos los que querían el video ese –dijo, levantando una mano, como si estuviera señalando a alguien.

– Pero la niña no sufrió -intervino Leticia-. Es más, no creo que haya sabido lo que sucedía a su alrededor. La llenamos de droga a más no poder. No duró más de dos días con nosotros. Yo la cuidé. La traté bien. Nunca le pegué, nunca lloró. Aunque sí me dijo que quería irse con su mamá.

– Sí, maestro. Me cae que no me la creerías, pero todo se juntó, ¿verdad, tú? -dijo el Perico, preguntándole a Leticia.

– Sí, me cae que ni planeado hubiera salido como salió -respondió ella.

– El cuate ese quería el video y el mecánico nos debía una lana -explicó, levantando la mano derecha y luego la izquierda, luego las juntó entrecruzando los dedos-. En cualquier otra circunstancia no hubiera sabido qué hacer con una niña que ni era mía. Fue algo de una sola vez.

– Pudiste haberla soltado -dijo Tomás, apretando la quijada.

– ¿Y perder la lana del video? No, maestro, si ya había perdido el varo de la droga que nos debía el pendejo ese. Aunque por eso de todos modos lo matamos, nunca me iba a pagar. Pero tenía que recuperarlo de algún modo. No creas que fue algo placentero para mí.

– ¿Por qué lo hiciste? -tenía la vista nublada por el odio.

– Ya te dije, lana, mucha. ¿Qué no escuchas, maestro? A mí no me gusta eso de la pornografía infantil, y mucho menos andar matando niños, pero si hay suficiente varo de por medio, hasta violaría a mi carnala -bromeó, soltando una carcajada.

– Óyeme, cabrón -dijo Leticia sonriendo, golpeando a su hermano con la mano abierta en el hombro, relajando el ambiente, cosa que no le gustó a Tomás.

Tomás disparó. La bala pegó en la pared, entre ambos. El bebé empezó a llorar de nueva cuenta. El moribundo despertó, agitándose en el camastro, asustando a Tomás, quien no veía bien por las lágrimas que habían aparecido en sus ojos ante la confesión. Volvió a disparar, dándole al moribundo en el pecho, acabando con su agonía.

– ¡No más juegos! –gritó Tomás al tiempo que se limpiaba las lágrimas de los ojos.

Ni El Perico ni Leticia dijeron algo. Ambos levantaron ligeramente las manos. Sólo el bebé seguía llorando.

– Ya, tranquilo, maestro -dijo El Perico, levantando la voz, haciéndose escuchar por encima del llanto-. Te estoy diciendo que todo fue cuestión de negocios.

– ¿Dónde la dejaste? -preguntó Tomás.

– ¿A quién?

– ¡A la niña, cabrón, a Fabiola! -estaba furioso.

– Tiré su cuerpo en un pozo de por ahí. No me acuerdo.

– Levántate, que vamos a ir a buscarla.

– No mames -se puso de pie, obedeciendo de mala gana-. ¿No te estoy diciendo que no me acuerdo? La neta, nunca la vamos a encontrar. Además, ¿a quién le importa? Sólo era una pinche escuincla que a nadie le importaba y que ya está muerta.

– Me importa a mí -dijo Tomás, disparando por tercera ocasión.

El Perico recibió la bala en la frente. Cayó de rodillas, luego de costado, sobre la silla, y se escurrió de ella como si fuera un muñeco de trapo. Tomás se acercó y volvió a disparar tantas veces como balas tenía la pistola. Leticia se levantó para intentar golpear a Tomás.

– ¡Hijo de la chingada! -gritó ella con toda su furia.

Tomás la golpeó en la cabeza con la cacha de la pistola. Ella cayó de sentón en el piso, empezando a sangrar de la frente.

– ¿Quién les pagó por el video? -preguntó Tomás, apuntándole, aunque la pistola ya estaba vacía.

– Vete mucho a la chingada -respondió ella. Con una mano sujetaba a su hijo y con la otra se tapaba la herida de la cabeza.

Tomás se acercó a ella, la sujetó de los cabellos con fuerza y levantó la pistola en todo lo alto. No cabía duda de que la golpearía hasta obtener la respuesta que estaba buscando.

– ¡¿Quién les pagó?! -gritó Tomás, completamente fuera de sí.

– Un don, trajeado. No dijo su nombre. Era prieto, de pelo lacio, grueso, cortado casi a rape. Traía unos lentes negros gruesos. Estaba gordo y vestía traje -Leticia tenía mucho miedo, nunca en su vida había visto a alguien con tal cantidad de rabia en las venas. Temía por su seguridad y por la de su hijo.

Tomás la soltó. Leticia había descrito al abogado de la Señora Campos, a Medellín. Leticia empezó a llorar, abrazando a su hijo. Tomás caminó hacia la salida. En el camino, recogió su cartera. Subió a su carro, regresó a Durango y puso rumbo a San Luis Potosí.

Se detuvo en una gasolinera, donde volvió a llenar el tanque de gasolina, además de comprar algo que comer, beber y fumar.

Fue el viaje más largo y cansado de todos los que había hecho en el último mes. Le dolía la cabeza, se sentía cansado y fastidiado. Las palabras de El Perico y su hermana seguían repitiéndose sin cesar en su cabeza. Tomás trataba de darle algún tipo de explicación a la actitud tan desinteresada que ambos hermanos habían tenido ante el asunto de Fabiola. ¿Cómo habían sido capaces de ser tan desconsiderados con Fabiola? Se preguntaba una y otra vez sin obtener respuesta. ¿Cómo era posible que hubiera gente a la que no le importara la vida de otra persona? ¿Cómo era posible que una niña, que apenas despertaba a la vida, fuera arrebatada de su familia, para ser usada como moneda de cambio, para acabar en manos de gente sin escrúpulos que le dio fin en un acto tan vil como en el que había estado involucrada la pequeña Fabiola?

De las dos cajetillas que había comprado, no sobrevivió ningún cigarro en el transcurso del viaje hasta San Luis Potosí. Además, Tomás tuvo que detenerse en más de una ocasión cuando las lágrimas volvían a aparecer.

Tenía que terminar ese trabajo, no podría soportarlo por demasiado tiempo. Sólo quería regresar lo más pronto posible al lado de su familia y no separarse de Amanda y Cinthia nunca más, para protegerlas como debería ser la responsabilidad de todo padre.